Blog oficial de la Purísima e Inmaculada Concepción de la Reina de los Ángeles, Umbrete (Sevilla)

domingo, 23 de diciembre de 2012


APUNTES DE MARIOLOGÍA: 


(Tiempo de Adviento y Navidad)





Aprender de María, Madre del Cristo Eucarístico (I): María nos remite a la Eucaristía como Misterio de Fe. 

En el año 2003, el beato papa Juan Pablo II firmaba su encíclica sobre la Eucarístia (Ecclesia de Eucharistia, EdE), un nuevo documento que dedicado a reflexionar sobre esta realidad eclesial que constituye el centro de nuestra vida cristiana, el cual respondía más bien a una finalidad: "disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables" (EdE 10). No obstante, me fijaré aquí únicamente en el último capítulo de la Encíclica: "En la escuela de María, mujer eucarística" (EdE 53-58). Era de sobra conocido el amor del beato papa Juan Pablo a la Virgen María, y sabemos también que el amor estimula la imaginación del amante.



Por ello, al ahondar en el misterio eucarístico desde su amor a la madre de Jesús, su mente fue capaz de descubrir en la vida y figura de María elementos que la hacen reveladora de lo que es la Eucaristía en algunas dimensiones fundamentales. Como vamos a ver a continuación, "María puede guiarnos hacía el Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él" (EdE 53). No sigo el mismo orden de ideas que propone el documento, preferentemente narrativo, sino que las intento recoger de un modo más libre, aunque ateniéndome a ellas en lo esencial y tratando de glosarlas con brevedad.

La primera parte, "María nos remite a la Eucaristía como Misterio de Fe", guarda una gran sintonía con el Evangelio de hoy domingo IV de Adviento, por lo que espero que su encaje nos ayude a comprender la dimensión de estos días de las fiestas de Navidad.  Atentamente, Diego Jesús Romero Salado (hermano y webmaster del blog de la Hermandad de la Purísima).







Canto del Magnificat



I. María nos remite a la Eucaristía como Misterio de Fe:

La Eucaristía, como dice el sacerdote en la misa inmediatamente después de la consagración, es el “sacramento de nuestra fe”, “el misterio de fe”. Como toda sacramento supone la fe de la fe de la Iglesia, sólo existe porque la Iglesia -y en ella cada creyente- así lo cree y lo confiesa. Ahora bien, este sacramento no es otra cosa que Cristo presente entre nosotros de una manera muy peculiar. Esta presencia, es fruto de nuestra fe, a la vez que interpelación a nuestra fe. Y precisamente María, como fruto de su fe, hizo presente a Cristo entre nosotros por primera vez: la encarnación del Hijo de Dios tuvo lugar porque ella creyó la palabra de Dios que se le anunciaba por medio del ángel (Lc 1, 26.38). El beato Juan Pablo II comparaba el “fiat” de María con el amén del creyente que se acerca a comulgar en su encíclica sobre la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia; EDE, promulgada en el año 2003). Ella aceptó en la “obediencia de la fe”, el misterio que Dios le proponía, y así se hizo realidad en su seno la presencia incipiente de Cristo; el comulgante acoge, en una confesión explícita de fe, el misterio que la Iglesia le muestra (“el cuerpo de Cristo”, “la sangre de Cristo), y así recibe efectivamente en su interior al mismo Cristo encarnado. Esa sencilla palabra hebrea -amén- no expresa sólo el asentimiento racional a una verdad que se propone, sino la acogida cordial de una realidad que se entrega. La fe de María en la palabra de Dios cuando tuvo lugar la encarnación es, pues una referencia ejemplar en la palabra de la Iglesia cuando recibimos la comunión eucarística.


En el Antiguo Testamento el Señor se hacía presente a su pueblo en el arca de la alianza, símbolo también de la fe de Israel en la cercanía de su Dios. Asimismo la Iglesia aplica frecuentemente a María en la liturgia o en la piedad popular ese imagen bíblica: “Arca de la (nueva) alianza, ruega por nosotros” (invocación de la Letanía lauretana). Ella esa portadora de la presencia de Dios por ser “tabernáculo” de Cristo, como el beato papa Juan Pablo II recordaba a propósito de la escena evangélica de la visitación a su prima Isabel (Lc 1, 39-56). Ésta reconoce en María a “la madre de mi Señor” y experimenta en su propio seno el influjo peculiar de quien aún vive oculto en las entrañas de su pariente, a la vez que proclama: “dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se ha dice de parte del Señor”. Dos actitudes de fe se hacen presentes aquí: la de Isabel, que confiesa la presencia de Cristo en su madre (“bendito el fruto de tu vientre”), y la de María, que su prima le atribuye como respuesta al anuncio recibido de Dios y que María misma expresará a continuación al proferir el cántico del Magnificat. Una fe semejante es la que prestamos a la presencia sacramental de Cristo en el tabernáculo o sagrario de nuestras iglesias. De ahí que, al considerar a María como portadora de Cristo en su vientre -por ejemplo, en este tiempo de Adviento, o cuando veneramos una imagen de la Virgen de la Esperanza, o en otras circunstancias-, podamos evocar la presencia del Señor en la reserva eucarística y despertar nuestra fe adorante a los pies del Santísimo o nuestro diálogo con Jesús sacramentado. Y viceversa, estas actitudes ante el sagrario nos pueden llevar a la veneración de María en el misterio de su concepción mesiánica.


La actitud del que recibe a Cristo en la comunión es, al decir del beato papa Juan Pablo II, un reflejo de la María en Belén: una mirada y un abrazo de amor a su niño recién nacido, en quien se recrea incansable la joven madre, que no sólo ve en él el fruto de su vientre, sino también, gracias a su fe, el misterio del Dios hecho carne suya en un rincón humilde de la tierra de Israel. Fe que se ve confirmada por la sorprendente adoración de los pastores y la desconcertante ofrenda de los magos. En la Eucaristía Jesús se nos ofrece igualmente como objeto de amor entrañable, como quien renueva ante nuestra fe el milagro de su presencia ofrecida a nuestra adoración y a nuestra intimidad. Es, aquí también, una presencia humilde, sin protocolo y sin apariencia, que se entrega para ser paladeada y consumida como alimento sustancioso del alma (“te comería “, decimos en un arrebato de ardor a quienes amamos con pasión y con quien tal vez desearíamos fundirnos.

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